Viernes Literarios

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CÉSAR VALLEJO

domingo, 6 de diciembre de 2009

SOLEDADES Y TRINOS.- REFLEXIONES SOBRE EL ARTE Y EL ARTISTA

SOLEDAD Y TRINOS
(Reflexiones sobre el arte y el artista)

Por Guillermo Delgado.


Caro M´él sonno, e pui lésser di sasso.
Mentre chéi danno e la vergogna dura;
non veder, non senterm´é gran ventura;
perö non mi destar, deh! Parla basso.

Michelangelo Buonarroti



Es necesario para el artista ser prolijo en su modo de vivir, en lo interior y en lo exterior; sólo así el Espíritu irradiará la luz que necesita la inteligencia para plasmarse en obra. Es común entre los adolescentes garrapatear sus cuadernos escolares con versos insulsos, arrítmicos, con rima en sonsonete: algo comprensible en el ave que da sus primeros aleteos en su afán de volar. La mayoría de estos jóvenes, apagada la estrella que inspiró esos primeros pasos, dejará la poesía para siempre, otros continuarán, pero sin lecturas, sin constancia, sin brega, sin la convicción que los lleva de la tierra hacia los cielos como un repentino soplo divino. Ya en la juventud se habrán convertido en poetas mediocres, versificadores de cafetín, asiduos concurrentes a congresos, encuentros y Recitales intrascendentes sus versos serán como maullidos de gato en una calleja.

Los elegidos por las musas seguirán escribiendo entre la soledad, la angustia y el desaliento; esos serán los llamados a perdurar en la vida e historia del hombre, porque toda cosa excelsa tiende a filtrarse en el tamiz de lo selecto. El poeta observa el mundo con ojo entomológico y se asombra; un impulso irresistible lo domina y lo hace ir tras él. Esta obsesión por la materia de su arte, esa ansia de experiencia, parece consanguínea con el horror de dejar pasar lo vital, lo trascendente, lo que debe perdurar en la memoria del hombre en su tránsito hacia la eternidad. Siempre entre el yunque y el martillo va aspirando ese hálito poético que esmalta su vida de artista, esa vida acechada por la contrariedad que en constante movimiento va mudando sus formas.

El poeta gusta de su trabajo hasta reducir su existencia a una vida austera y vive sometido a sacrificios que solamente su hambre creador hace comprensible. Los hechos simples, aún los más aleatorios, adquieren en su mente un gran significado, como si la misma vida se regocijara en amalgamar lo nimio de lo vital, lo imponente de lo nebuloso, lo imperecedero de lo desdeñable; una suerte de reto que el poeta debe asumir aunque sienta en la garganta el ardor de la soga que se cierra. De pie, frente a la picota, aquel hombre dotado de vida interior y amante de la paz de las alturas, debe encerrarse en su obra aunque deba sufrir mucho el aguijón de la intemperie.

El poeta medita, pasea incómodo entre sus pensamientos como si el mundo le resultara pequeño, como si no tuviera espacio suficiente para sus proyectos, convencidos de que lleva en ciernes algo que lo consume exterior e interiormente. Sabe que la constancia, virtud de las virtudes, es el cimiento en que crece su obra; a pesar del drama alterno de goces y dolores, de cielos serenos y nublados, de auroras y ocasos, debe subyugar los placeres de la vida en bien de su creación. Es consciente de que la soledad lo oprime, pero en ella vislumbra una oscuridad que llega a sus ojos como un paraje paradisíaco en el que la envidia, la soberbia y la avaricia, la adulación y la lujuria, están idílicamente ausentes; allí abunda esa paz no turbada por el oro ni el poder, allí el poeta se enclaustra como le meollo en la corteza, como la ostra en su caparacho librándose de los peligros que encierra el océano. “La paz sólo se encuentra en los bosques” decía Miguel Ángel a las puertas del sepulcro.

Después de cada creación, de esa lucha interior con sus demonios de la que los extraños no aprecian más que unos débiles signos, el poeta descubre que al vida está hecha de modo que unas veces podrá mandar sobre sus acciones y que otras veces serán las circunstancias quienes las gobiernen. En ese camino también arrastra mucho dolor: los tábanos zumban en su oído, la envidia que remueve las vísceras de sus enemigos deja exudar sus excrecencias; la llama del candil que ilumina su alma tiembla a momentos como un velero al embate de su cierzo de presagios que envenenan los espacios de su paz interior. A veces esos dolores se los infringe algún ser que amó y es entonces que descubre que lastima más el daño que nos hace una persona cuando éste recae sobre unos afectos que teníamos en alta estima; pero el poeta echa mano a su mundo interior, percibe la cerrazón y elimina esos afectos como quien desecha viejos sedimentos rústicos para rehacer su vida afectiva.

La crítica no lo afecta y mucho menos la opinión de los “doctos” y los “doctillos”, sabe que la mayoría son menos arribistas, áulicos, especie de rufianes a sueldos de facciones, lacayos de concupiscentes que en una baja asociación de palabras huecas y de voces rimbombantes, lo mismo habrían escrito sobre la vida de un héroe fantoche que un pasquín difamatorio contra alguien a quine otros tuvieran empeño en menospreciar o denegar. En aquella especie de cripta empotrada en una montaña de roca que es su soledad, recibiendo sólo una blanquecina luz central y jadeando a ratos suavemente, con la pluma y la hoja, el poeta va tentando la línea de sus versos con la entereza con que el escultor, con martillo y mazo, va moldeando en el mármol su figura.

Y así el poeta sigue trabajando con el frenesí de antaño en el rescoldo de la vida que le queda como si percibiera que sólo en lo divino encontrará eco a su llamado. Les anges ne sont puls pueres que le coeur d´un jeune homme qui aime en vérite (Los ángeles no son más puros que el corazón de un joven que ama con fervor) dijo Madame Dudenvant, sentencia que encuentra su certeza sólo en aquel en que la juventud y la poesía forman un binomio inseparable. Sólo hay un amor que se acerca a lo paradisíaco: el amor poético y último donde se conjugan vejez y adolescencia. En esta pasión última corre un arroyo de ternura y pureza espiritual donde lo físico se imanta a los sentidos; amor pueril y tolerante, mágico con visos de edad madura donde los celos y al desazón no gobiernan a su antojo. Las profundas arrugas en el rostro se solazan en el cutis terso y la sonrisa de la amante: único consuelo al corazón anegado de tristeza tanta. En ese amor juvenil, tierno, puro, inmaculado, dádiva de Dios a un viejo pecador, el peota se aferra en un abrazo último. Así ve pasar las horas, los días, sumergido en sus pensamientos y sentimientos; echado en pie o sentado, bregando como un maniático con la pluma y el papel en esa vida ascética para la que fue elegido por alguna fuerza misteriosa. Duerme el poeta después de una cena frugal: un trozo de pan, queso, un sorbo de vino para conciliar el sueño… y pensando, en los últimos vestigios de vigilia, que no hay nada como levantarse en el alba, con la cabeza despejada y lúcida, el corazón libre de amarguras, porque así percibirá el cosmos con el sosegado y el espíritu rígido dispuesto a afrontar las duras jornadas.


Wolfeschanza, 2 de diciembre de 2008.

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