Viernes Literarios

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CÉSAR VALLEJO

domingo, 8 de mayo de 2011

A CABALLO ENTRE LA VIDA Y LA MUERTE DE EDUARDO ARROYO

Por Hildebrando Pérez Grande

UNMSM

Como aquel hombre que repentinamente pierde la visión mientras espera, con cierta impaciencia, el cambio de luces de un semáforo citadino, y este hecho es el anuncio de una epidemia feroz que no lo deja ver con meridiana claridad su entorno y luego percibimos, con temor, que la ceguera avanza implacable hasta nuestras orillas, como una nube oscura que va devorando los ojos de la gente, así también se da a lugar, en la notable novela de José Saramago: Ensayo sobre la ceguera (1995), un personaje que por extrañas circunstancias, felizmente, no ha perdido la facultad de ver, de distinguir la luz para llevar a su tribu a la redención y salvarla de un holocausto final. Leyendo Galope de parcas (2011), de Eduardo Arroyo (Callao, 1948), constatamos que en medio de la oscurana nuestra, enceguecidos todos por el fulgor de las vanas palabras y los seductores fuegos fatuos, el poeta es la luz encarnada, en estos tiempos sombríos: palabra luminosa, pensamos, que nos llevará a buen puerto.

He citado a José Saramago porque hace unos días, navegando en las aguas procelosas del ciberespacio, me encontré con unos versos suyos que me gustaría compartir ahora con ustedes: dice el premio nobel portugués en su poema “Proceso”:

Las palabras más simples, más comunes,

Las de andar por casa y dar a cambio,

En lengua de otro mundo se convierten:

Basta que, de sol, los ojos del poeta,

Rosando, las iluminen.

Los ojos de Eduardo Arroyo, con “las palabras de andar por casa” (como el sol que alude el poema de Saramago) son, justamente, la luz que apenas rosando las palabras de nuestra norma cotidiana, aquellas de andar y ver, recuerda nuestros trabajos y nuestras perspectivas en un pequeño universo social que, al parecer, está sufriendo una ceguera irreparable. Tan ciegos estamos que ni siquiera percibimos que nos están robando el futuro. Las formas discursivas, el lenguaje poético transparente y la dicción de la cotidianidad, puestos de manifiesto, apuestan desde su primer verso por un diálogo estimulante con sus lectores virtuales. Su tono conversacional, además, nos recuerda lo que dejara escrito Lorca:”La poesía es algo que anda por la calle”, como la muerte.

Estoy gratamente impresionado por la edición de este volumen de poesía, desde su espléndida portada en la que adivinamos, casi digo escuchamos, un galope tendido, desaforado. Los caballos en la literatura peruana galopan con distinta fortuna: algunos son radiantes, triunfadores, épicos como los de José Santos Chocano, pues, con su tronante galope arremeten contra todo y ocupan muchas páginas en nuestra historia patria, simplemente porque sus caballos eran fuertes, eran ágiles, eran dioses. En cambio, hay otros caballos, poco felices: aquellos que galopan con un ritmo tristón, con pasos melancólicos, como si se hubiesen sacado la lotería pero al revés. Se tropiezan como borrachitos en las mañanas lechosas de nuestra ciudad, resbalan escandalosamente, relinchan de manera impertinente, nadie les quiere tomar una foto para el recuerdo porque piensan que son caballos perdedores, en fin, caballos sin filin. Estos son los caballos de José María Eguren, que, dicho sea de paso, su poesía galopa en medio de bosques mágicos a la sombra de la niña de la lámpara azul, desde hace cien años, pues, ahora estamos celebrando el centenario de “Simbólicas”: un libro con el cual la literatura peruana ingresa, con pisada firme y aromas misteriosos, al siglo XX.

Escuchemos, ahora, el galopar de los corceles negros a los que en sus versos alude Eduardo Arroyo. Son caballos todo terreno, tanáticos, con resonancias de los heraldos vallejianos. Y el ritmo violento con el que se desplazan es una alegoría de la lucha perpetua entre la vida y la muerte: eros o tanatos, civilización o barbarie, heredad o exterminio parecieran decir en el frenesí de su loca carrera. Quienes compartimos el quehacer poético bien sabemos que hay temporadas oscuras, baldías, estériles, tiempos en los que pensamos que los dioses nos han abandonado, y en medio de nuestro desamparo arañamos la página en blanco sin poder reprimir una lágrima, una imprecación o una leve esperanza: acaso mañana sí será un día prodigioso, repetimos para darnos valor a nosotros mismos. Y el milagro ocurre en el momento más inesperado, cuando ya parecía que habíamos sido derrotados por el infortunio, vuelve radiante la escritura: el poeta lo dice mejor: “fluye la poesía” (pag. 17): alborotándolo todo, rompiendo tiempos de silencios implacables, poniendo las cosas en su sitio, y discurre sin pedir permiso a nadie. Así empieza el libro de Eduardo Arroyo: “Vibra alborozada la palabra / tras una larga sequía / Se incendian las arterias de pasión / Sístole y diástole en la hirviente energía…” (pag.17). La poesía contenida se desembalsa para iluminar nuestra existencia, para hablar en nombre de la tribu.

Con los mismos aires victoriosos de Walt Whitman, quien afirma en su memorable Canto a mí mismo: “Tengo 37 años y gozo de buena salud”, Eduardo Arroyo empieza su canto, su “Danza quemante /metáfora invicta” (pag.17), para advertirnos sobre “las bárbaras hordas! (pag.18) que tratan de someter a la civilización. El poeta, con su palabra tensa, nos dice que “Truenan trompetas / anunciando /el épico desfile de guerreros” (pag. 21), “Las parcas galopan en tropel sobre corceles negros / Van triturando músculos aún ávidos de vida” (pag. 22). Y “El mundo se puebla de caos / y del eco de pisadas que resuenan / como tambores de guerra” (pag.23). El poeta, pues, da cuenta en su lectura crítica de nuestro universo social contemporáneo, de la violencia, el desamor, las agresiones a la condición humana.

Pero el poeta no sólo registra con palabras desgarradas todo lo que ocurre en su horizonte ecuménico. Siguiendo la estela poética de Valdelomar y Vallejo, quienes cantaron de manera entrañable el núcleo familiar, los claroscuros de la vida doméstica, así también Eduardo Arroyo vuelve su mirada al hogar y canta, por ejemplo, a sus padres, a la mujer, a los hijos, y en un verso hondo y dolido, a su hermano: “Yo tengo un hermano que perdió la razón” (pag. 43). La poesía testimonia el amor fraternal de manera conmovedora y nos ofrece el perfil de aquel hermano que:”Vive insondable abismo / Se agita entre laberintos de sombras” (Pag. 43). Sin embargo, sobreponiéndose a los oscuros designios de las parcas, sin oír el galope amenazante de la muerte, el poeta le dice al hermano: “caminemos juntos y abrazados / hasta el fin de los tiempos” (pág.44). Estamos, pues, ante una poesía que estremece, que nos sobrecoge por su intensidad y sinceridad de afectos, poesía que es una muralla frente a la muerte y el olvido.

No quisiera concluir este brindis por la notable poesía de Eduardo Arroyo sin señalar que poemas como “Naturaleza viva”, “Instante” y “Diciembre” nos iluminarán en los días que aún nos queda galopar por estas praderas y avenidas y calles que para consuelo nuestro llamamos, como un amuleto de la buena suerte, providencia.

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